del Sur
agenda
Segunda época - Abril de 2021 - Año I Nº11
Dirección: Sonia Otamendi
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textos 1
Dentro de muy poco se cumple 1 año del comienzo oficial de la pandemia en el país. Nunca suena más arbitraria la medida del tiempo de los relojes. Porque la pandemia tiene su propio tiempo y nos formateó a su manera. Las semanas pasan huyendo, y sin embargo las esperas son enervantes. Las semanas son muy parecidas, cuesta saber por qué día va, porque se han disuelto las rutinas (hablo desde mi condición de persona que vive de una jubilación, y de vez en cuando reseña algún libro para una revista). Primero esperábamos el fin de la cuarentena, creímos que se trataba de tres o cuatro meses de encierro y cuidados, y la vida se reanudaría. Ahora renunciamos a pensar un fin para la pandemia y las precauciones, tal vez por eso mismo alegremente ignoradas, y esperamos la vacuna. La esperamos en medio de un ruido de informaciones a medias, boicots, contradicciones… pero la esperamos, aceptando el mismo cumplimiento incierto del final de la pandemia.
“Nosotros, los de entonces, ya no somos los mismos”, dice un hermoso verso de Pablo Neruda. Nos cabe, aunque sin su belleza. Nos hemos acomodado de algún modo a las carencias – de gente, de actividades superpuestas, de salidas despreocupadas, de reuniones, de conversaciones frente a frente, para no hablar de proyectos estimulantes – y hasta nos da miedo de que terminen: ¿cómo adaptarse de nuevo a plazos urgentes, cómo volver a enfrentarse con gente, la más querida y la menos soportada, cómo volver a asumir compromisos, cómo volver al riesgo de apasionarse?
La vida que llevábamos fue revisada una y otra vez, y hemos dejado de verla del mismo modo que cuando tuvimos que abandonarla. Nuestra vida se redujo respecto de aquella, pero se ensanchó en otras dimensiones: volvimos al pasado con los recuerdos, la casa donde vivimos con sus objetos muchas veces acumulados y olvidados se hizo presente devolviéndonos parte de ese pasado. Pensamos qué clase de vida nos preparamos para tener, pero con escepticismo, porque ya aprendimos la vanidad de nuestras previsiones.
Más que nunca tenemos que hacernos cargo de la tiranía de la informática, pendientes como estamos de “la conectividad”, nunca tan necesaria para las actividades virtuales, las que nos quedan, ahora que estamos desconectados de lo viviente. Dependemos de empresas de cable, Internet o celulares que no disimulan su desprecio por sus clientes, para ellas la pandemia es la excusa para sus demoras e incumplimientos.
Nos preguntamos si volveremos a ver el mar (vivo en la ciudad de Buenos Aires), si recorreremos de nuevo un bosque, si haremos el viaje que nos faltó, si mantendremos un interés encendido cuando dejemos atrás el miedo a los contagios, cuando podamos prescindir de las precauciones que traban los movimientos y las iniciativas.
Ahora que apunto estas reflexiones le doy sentido a uno de los últimos cuadros que pinté, que me satisfacía, pero no sabía bien de dónde venía, nunca se sabe de dónde viene un cuadro. Un personaje desde un páramo mira (¿o recuerda, o imagina, o inventa?) una rama florecida que asoma desde lo alto de una muralla. Necesitamos que la vida que se nos escapa tome una forma a la vez familiar y nueva, que nos arrastre como una marea y nos haga olvidar los personajes disminuidos, desconcertados, y también ilusionados que somos.
2 / CRONICA FILIAL
Jotaele Andrade
Ladridos de perro y música se mezclan y dan al día una voz extrañamente acompasada. Música fácil y perros que se unen, ahora, al griterío de la casa, a la voz de la madre que reclama espectadores angustiados para su agonía.
Ella ha envejecido, estruendosamente. La vejez es un territorio donde la muerte se frota y desgasta músculos, huesos y da otra música, lenta e inevitable.
Nuestra madre combate con las moscas, tose, impreca y da vueltas alrededor de un pozo, deseosa de caer, horrorizada de caer.
Cada vez duerme menos, cada vez se duerme menos en su casa. Una vigilia oscura, una oscura vigilia al corazón de lo filial nos somete al insomnio, al silencio de hombres que son arrastrados por el anzuelo brillante del amor y el desprecio, quizás la culpa. Todo eso que es humano y ladra como perro herido de muerte.
Afuera el sol cae sobre las cosas y las deslumbra y también crea las sombras.
El abuso afectivo de la abnegación materna es similar al abuso de dios. Te hice y te amé, y entregué todo: ahora dame todo porque soy tu víctima, soy quien soy porque también soy la heredad que has hecho de mí.
Mi madre y dios necesitan insomnes velando alrededor de su dolor de huesos, de su fiebre. Si eso no ocurre lanzan plagas y maldiciones. U objetos y palabras que zumban como moscas sobre las profundas y repentinas heridas que provocan.
Tu madre lavará tu ropa, lavará tu cuerpecito, lavará la joya de tu vida. Y te lavará la herida que ha provocado. No somos más que la herida donde duerme el gusano de la discordia.
Te llevará al colegio y te dará las ubres de la abnegación. Lezama Lima escribió: “Deseoso es aquel que huye de su madre”. Todos escapamos de las madres y de la madre de Lezama Lima. Deseosos de otredades, de desencadenarnos.
Salgo de casa a la casa de intemperie que es el mundo.
Nido vacío o nido lleno. En uno u otro hay un huevo, el basilisco que empolla el amor filial.
Tu madre coserá la herida que ha provocado con una aguja de oro ya oxidada.
Entre el día infinito que una vida es se cuelan objetos pesados, voces que gruñen y dicen tu nombre.
La araña del amor piensa en el tuyo como un insecto.
Mientras voy por las calles un mosquito me clava su aguijón. Lo aplasto y una sangre que fue mía mancha mi piel.
Mi madre y dios han envejecido. Todas las madres deberían ser ateas. En tanto ésta usa su lengua de sable para cortar la viril tristeza que es amarla.
Una madre es un barrabrava incómodo que llevamos abrazados.
Pienso que si realmente aún creyéramos en la vieja historia de haber nacido de un repollo, no cambiaría nada. Nos entenderíamos y desentenderíamos del mismo modo con el repollo.
Y en lugar de esta asfixia que provoca el invisible cordón umbilical ceñido a la garganta, una hoja vegetal podrida nos taparía las narices.
3 / ANTIGUOS FUEGOS
Graciela Reyes
El otro día fui al hospital a darme la primera dosis de la vacuna contra la COVID-19. El tercer piso del hospital que me tocó, el Prentice Hospital de la Universidad de Northwestern, estaba dedicado solamente a la vacunación. Había mucha gente. El ambiente parecía el de un aeropuerto cuando se juntan pasajeros de varios vuelos y desbordan los pasillos y las salas de espera, salvo que en el hospital nadie comía ni bebía ni había bebés llorando a gritos, ni tampoco animales de compañía. Nos manteníamos a la distancia reglamentaria, en sillas bien separadas, pero estábamos todos excitados por la idea de que la vacuna nos iba a proteger, quizá, de la peste. Algunos recordábamos, estoy segura, una vacuna maravillosa de nuestra infancia: la de Salk contra la poliomielitis, que nos libró a muchos del pulmotor, la parálisis, la deformidad, la muerte.
Pero la vacuna más exitosa fue la de la viruela, que erradicó completamente esa espantosa enfermedad, cuya descripción es mejor ignorar. La idea de inocular a una persona con una cantidad controlada del mismo virus que se quiere destruir, para crear en esa persona anticuerpos contra la enfermedad, viene de muy lejos en el tiempo y en el espacio, ya que todo indica que, como tantas otras cosas, comenzó en el oriente. Pero la palabra “vacuna”, que usamos ahora, viene de “vaca”, o sea del latín vacca, y recuerda la idea, no original pero genial de todos modos, de un médico inglés del siglo XIX, el doctor Edward Jenner. Jenner inyectó a un niño sano pus extraída de la pústula de una chica que tenía una forma de viruela menos grave, que procedía del ganado vacuno. Esta viruela no mortal se llamaba cowpox, por cow, ‘vaca’ en inglés. Inyectando un poco de pústula de cowpox en un paciente sano, el paciente no se contagiaba de la viruela mala, la que mataba (smallpox). Sometieron al pobre niño que sirvió de conejito de Indias a grandes cantidades de virus de viruela, pero no se contagió, y ahí empieza la historia de la vacuna en el mundo occidental.
Había también en el hospital, junto a los que teníamos turno para vacunarnos, chicos y chicas que desempeñaban varias funciones: algunos registraban a los pacientes, para verificar sus datos y sus turnos y confirmarles la fecha de su segunda dosis; otros nos hacían preguntas sobre nuestra salud; otros vigilaban a los que, ya vacunados, tenían que esperar un rato antes de irse, por si tenían una reacción alérgica. Una función no oficial y quizá no prevista era flirtear un poco con los pacientes. Estos chicos, que trabajaban gratis a cambio de recibir ellos mismos la vacuna al final de su turno, eran muy simpáticos, de razas variadas, y se reían con los pacientes mientras nos llevaban de una sala a la otra. Creo yo que nos tomaban un poco el pelo, ellas no tanto y ellos mucho, pero nos guiaban y cuidaban muy bien.
Fue allí, yendo de una sala a otra, cuando pensé en mis amores pasados, fenómeno poco común. Creo que esta evocación inesperada se debió a la semejanza entre el hospital en día de vacunación colectiva y un aeropuerto mientras esperamos embarcar, cuando nos sentimos fuera del tiempo y ya casi fuera del espacio, a punto de volar diez o doce horas por los aires sobre el mar y las montañas, mal dormidos, expectantes, llenos de adrenalina y conscientes de la muerte, y por eso proclives a emociones sin filtros y a excesos de la imaginación.
Me pregunté si esa gente que yo había querido y ya no me importaba se estaría vacunando también, como yo. Estaba segura de que se habían salvado del contagio, porque, si no, me habrían llegado las malas noticias, al menos en algunos casos, pero no sabía si podían vacunarse en sus países, por las demoras en la compra y distribución de vacunas. Era muy posible que mis exes estuvieran todavía esperando a que los vacunaran, ansiosos y decepcionados. ¿Será posible que yo quiera todavía a mis exes?, me pregunté, y la respuesta fue inmediata: no, no los quiero ya, pero los quise y aquí estoy, todavía preocupada por ellos y por su bienestar.
Así como las enfermedades ya curadas, que siguieron su curso y finalmente se curaron, no desaparecen del todo, dejan secuelas y se manifiestan años o décadas después (la polio es un ejemplo horrible), los amores pasados no desaparecen del todo tampoco, y no hay vacuna, claro, contra el amor, que todo el mundo antiguo consideró una enfermedad, al menos el amor que involucra enamoramiento, obsesión, deseo sexual. Yo estoy convencida de que los amores, o casi todos ellos, sobreviven como amores residuales que de tanto en tanto vuelven a la conciencia, y con más razón en esta pandemia, en que vivimos aislados unos de otros, contando muertos, sufriendo la enfermedad y la muerte de seres queridos sin siquiera poder acompañarlos y tomarles la mano, enfrentando la incertidumbre de vivir, sin poder ya disfrazarla como hacemos habitualmente.
El amor residual es el que queda cuando uno ha dejado de querer a alguien. Es un resto de amor, un rastro de amor, no es mucho, es casi nada a veces, ni nos damos cuenta de que existe, pero las telas del alma son muy absorbentes y con las memorias que perduran, también perduran emociones, más o menos confusas o elusivas, ligadas a personas que quisimos alguna vez y que creíamos haber olvidado, o casi olvidado.
Después de la vacuna, en la sala de recuperación, me senté junto a un ventanal y empecé a recordar, en orden arbitrario, a los amigos, maestros, compañeros, parientes, que en su momento quise y formaron parte de mi vida, ese regimiento de fantasmas casi olvidados, a los que imaginé apretados como sardinitas en mi hipocampo. Se había desatado una tormenta de nieve, y yo miraba por la ventana el lago Michigan, cubierto de hielo: una enormidad blanca, las olas congeladas detenidas en movimiento. En los quince minutos en que me quedé quieta dejando que me miraran mis cuidadores, me entregué, sin darme cuenta, a los efectos alucinatorios de la nieve, y evoqué caras, voces, olores.
Mis primeras amigas de la infancia, María Eugenia, Liliana; mi primer noviecito, Jorge, al que en tercer grado llamaban mi novio, y que era un tonto, pero yo lo soportaba, porque al fin y al cabo los varones eran todos tontos, ¿no? Espanté de la procesión de exes a personas que metían la nariz en los recuerdos pero que nunca quise, por ejemplo mi maestra de primer grado, y traté de ordenar, sin éxito, otros amores, saltando de una década a otra y de un país a otro. Aparecieron muchas caras en mi memoria, y me produjeron una ternura impertinente. Cuántos. Realmente el hipotálamo es como el Aleph.
Apareció, por ejemplo, mientras miraba cómo la nieve pesada giraba en el aire a merced de los vientos árticos, una verdadera fauna de amigos con los que compartí tantas cosas y que se perdieron por culpa de mis viajes y distancias y falta de las tecnologías de comunicación que tenemos ahora. Unos pocos me desilusionaron, me desilusionaron en grandes y pequeñas cosas, eso depende de las circunstancias. Sin embargo, en estas ensoñaciones mías no sentí rencor, sino alegría por el placer y la amistad que disfrutamos juntos.
Todos estos fantasmas, que flotaban, como la nieve, en diferentes estratos de mis emociones, hablaban en sus lenguas y decían cosas típicas de ellos. Estoy segura de que me reía sola frente a la ventana, y el barbijo me salvó de que alguno de los monitores pensara que la vacuna tiene efectos parecidos a fumar marihuana, porque produce risa tonta.
Y mis amantes. Ah, cuántos recuerdos dejan que jamás podremos suprimir, y que otros recuerdos de los amores que siguieron tapan apenas, y ellos resplandecen por debajo, como cadáveres exquisitos. También ellos hablaban en distintas variedades del español e incluso en otras lenguas. Como es de esperar, por la profesión que elegí, recuerdo palabras más que nada, y voces, y entonaciones, y risas, y gestos, y movimientos del cuerpo, y manos, y ojos. Hablamos con todo el cuerpo, y también con sonidos que no son palabras.
Los amores desaparecieron de mi vida, a veces amargamente, a veces ni siquiera amargamente, pero me dejaron emociones, no tanto recuerdos como la emoción del amor, un vago deseo, una dulzura, una tristeza. Mientras yo volvía a verlos a todos y a sentir tantas emociones confusas, incluso indignación, que suele ser pareja del amor, seguía nevando sin parar, en remolinos de nieve, y yo, rodeada de tanta gente pasada que se hacía presente, estaba en pleno high, un extraño bienestar melancólico, junto con la culpa de estar yo tan bien y vacunada y ellos librados a su suerte, en los campos arrasados de mi memoria, solos entre los vientos de mis estados de ánimo, solos y sin sentir ya mi cariño, pero extrañamente cuidados por mí todavía, incluso a pesar de mí misma.
Quizá todo amor esté hecho de la misma sustancia psíquica, y por eso, al desaparecer, deja huellas semejantes. En mi adolescencia leí, en una traducción y más tarde, cuando estudié latín, en la versión original, los versos del canto IV de la Eneida que cuentan la historia de Dido, fundadora y reina de Cartago, una mujer valiente y poderosa, y Eneas, el troyano que, protegido por su madre la diosa Venus, tiene la misión de fundar Roma. Eneas viene de Troya vencida y destruida y está de paso por Cartago, pero debe continuar camino. Al descubrir que se está enamorando del huésped, Dido dice a su hermana Anna, que es su confidente, que ha perdido el sueño por pensar en él, y que está asustada por sus propios sentimientos. Qué presencia la de ese hombre, qué fuerte ha sido su corazón en las batallas. Aunque Dido ha tomado la decisión de no unirse otra vez a ningún hombre, al morir su querido esposo Siqueo, reconoce que su decisión flaquea ante el inesperado visitante. Este hombre ha tocado sus sentidos, dice, y titubea, y se agita, y pronuncia una frase muy citada por literatos de todos los tiempos: Agnosco ueteris uestigia flammae, ‘Reconozco los vestigios del antiguo fuego’.
Es el mismo fuego que había encendido el esposo Siqueo, ella lo reconoce, y siente, suspensa y asustada, cómo ese fuego vuelve a encenderse. No es otro fuego, es el mismo fuego, es el antiguo fuego. Cuando Eneas se va con su flota, acosado por los dioses, que siempre juegan cruelmente con los humanos, ella mira los barcos desde su ventana, y finalmente se clava la espada que Eneas le había regalado. Muere como un héroe, hiriéndose con una espada. Dido es una mujer fuerte e inteligente, pero el amor la destruye. San Agustín cuenta, en sus Confesiones, que al leer la Eneida lloró por Dido. Generaciones de lectores lloraron por Dido.
En el canto VI de la Eneida, Eneas visita el Averno, y allí reencuentra a Dido. Muerta, Dido habita el “Campo de las lágrimas”, que es el lugar de los que sufrieron a causa del “duro Amor”. Eneas le habla, llorando, dice que nunca creyó que su marcha iba a provocarle tanto dolor, pero ella lo escucha por un momento, mirando el suelo, y después se esconde en el bosque de mirtos donde está su esposo Siqueo, con quien comparte ahora lo que queda del viejo amor. Eneas desespera, llora, ruega, pero no puede ni siquiera lograr que ella lo mire, y no puede alcanzarla, nunca podrá alcanzarla.
Para Virgilio, el amor perdura en las profundidades de la gruta de los muertos. También perduran los sufrimientos que causa el amor, y por eso en el Averno siguen derramando lágrimas los que sufrieron por amor en su vida. El amor persiste, tal y como persisten las enfermedades incurables. En la Divina Comedia, encontramos a Dido en el Infierno, castigada como adúltera, por haber roto la palabra de seguir siendo fiel a su marido muerto. Para la mentalidad medieval, el amor no lícito o que no tiene por fin procrear es un pecado, y solamente perdura como pecado en el infierno. Enfermedad o pecado, el amor continúa.
Sabemos muy bien, sin embargo, que los amores mueren. Recuerdo cuánto me dolió la certidumbre de que no quería más a quien fue mi primer gran amor, cuando yo tenía la edad de la gran enamorada Julieta, y el sarcasmo con que recibía los sueños románticos de mis amigas, que esperaban encontrar amor eterno. Pese al nombre que llevo, que mi madre tomó de una heroína romántica de la literatura francesa, nunca fui romántica ni el fin de mis amores fue trágico. Los amores me dieron, sobre todo, alegría de vivir. Me inspiraron, me engrandecieron, y además me enseñaron a intentar nuevos amores.
Todavía sabemos poco de la índole de los sentimientos, que, además de ser tema de la filosofía y la literatura de todos los tiempos, es ahora un tema central de las ciencias del cerebro. Otros fenómenos mentales, como la visión o la memoria, por ejemplo, se han estudiado bien, pero sólo en este siglo se ha empezado a analizar la estructura y la función de los sentimientos en la cognición humana (véanse sobre esto los libros del neurobiólogo Antonio Damasio). Además de motivar y dirigir nuestros actos de conocimiento, los sentimientos son centrales en la historia que nos contamos sobre nuestra propia vida, la historia personal que llamamos “yo mismo”. No nos tiene que extrañar su resistencia a desaparecer de la memoria.
Estoy convencida de que el amor deja resonancias que creíamos ya desaparecidas, hasta que un día cualquiera despiertan y nos conmueven. No soy capaz de querer para siempre, y ni sé siquiera si soy capaz de querer bien, pero sí sé que eso que me queda de cariños que parecían ya consumidos, y que reaparece en épocas de emociones exaltadas, es un vestigio luminoso y cálido de antiguos fuegos, que no quiero perder.
Salí del hospital medio vacunada y contenta. Uno de los jóvenes cuidadores me dijo, haciéndose el enojado, que no se habían cumplido los quince minutos requeridos para dejarme ir. Bromeamos un poco. Cómo decirle, sin hacerlo reír más, que en ese tiempo tan corto yo había recorrido años de mi vida
4 / LOCOS Y LOCOS
Roberto Rocca
Mirar a mi alrededor me inspira para seguir hablando de los locos. Y si en mi nota de un par de meses atrás elogié la locura, hoy quisiera poner un cierto límite a mi entusiasmo. Porque hay dos clases de locos: los locos lindos y los locos feos.
Mi padre contaba que en su cursada de psiquiatría, allá por los años veinte, presentaron un loco que les dio una larga clase acerca de la importancia de los locos. Cuando terminó, señalando a otros locos que estaban presentes y a punto de ser presentados, aclaró: "hablo, por supuesto de los locos como yo, porque éstos no sirven para nada.". Era, evidentemente, un loco lindo.
He dicho alguna vez que al mundo lo hacen avanzar los locos y lo sostienen los cuerdos. Habría que precisar "algunos locos" o aclarar simplemente que se trata de los locos lindos. Los locos lindos son como los fuegos de artificio: van para arriba, suben y suben, para estallar finalmente en mil estrellas de colores. Son los locos que se conectan con el mundo, lo iluminan con ideas nuevas, encuentran alternativas que nadie vislumbraba. Si alguna vez provocan un incendio, bueno, mala suerte, vaya por tantas cosas lindas que trajeron e inspiraron. Los locos lindos, los locos luminosos y abiertos son los que iluminan el mundo y lo hacen avanzar.
Pero en la otra punta están los locos feos. Si el loco lindo es un fuego rutilante que conquista el cielo, el loco feo es un caracol que se arrastra por el suelo y vive encerrándose en si mismo. A veces es un simple caracol de jardín que pasa sin pena ni gloria, pero otras se reviste de caparazones durísimos, llenos de espinas agudas, tal vez con formas engañosamente bellas. Pero su centro está dentro de la cáscara, en el laberinto de las tripas. No sale al mundo; a lo sumo aspira a reproducirse indefinidamente, cubrir la tierra y devorar todo su verdor. Si lo atacan se encierra en su fortaleza inexpugnable, a veces segrega algún residuo tóxico. Pero no aporta novedad alguna. Atado a dos o tres ideas, las acaricia, las rodea y las protege con la baba de la razón. Porque como dijo Chesterton, hablando de estos locos: "el loco no es el hombre que ha perdido la razón. Loco es el hombre que ha perdido todo, menos la razón". Es por eso que "las explicaciones que da sobre algo son completas (...) o por lo menos irrefutables (...) Si un hombre dice, por ejemplo, que los hombres conspiran contra él, no se le puede discutir más que diciendo que todos los hombres niegan ser conspiradores; que es exactamente lo que harían los conspiradores. (...) Tal vez lo que podríamos decir es que su mente actúa en un círculo perfecto, pero estrecho." Este es un loco feo, porque si la finalidad de los locos es sacudir el mundo, éste trata de apropiarse de él sin darle nada a cambio.
¿Se entiende la diferencia, estimado lector? ¿Podría usted citar personas reales, si es posible públicas, como ejemplo?
5/ ABRAXAS
Sheila Rellihan
Silvia y yo nos conocimos en el Jardín de Infantes. Somos amigas desde entonces. Hubo tiempos en que no nos veíamos por los avatares de la vida, pero siempre mantuvimos el lazo. En 1975 debió emigrar a España cuando la Triple A mató a un familiar y a su pareja en una esquina de Buenos Aires. Se afincó en Madrid, y el mismo día que llegó conoció a Pepe, un estudiante de medicina con quien finalmente se casó y tuvo a sus dos hijos, Emiliano y Jimena. Al comienzo vivían en un departamento de un edificio cercano a una de las Universidades madrileñas. Una mañana, el suegro de Silvia llegó a visitarlos trayendo un pequeño pichón de grajo, que es una especie de cuervo. El señor había visto por la calle a unos niños que le habían atado un alambre a una patita y lo iban arrastrando por la vereda. Les ofreció unas monedas y les pidió que le permitieran llevárselo consigo para salvarlo. Se lo dieron, pero como en su casa tenía gatos, lo llevó a lo de Pepe y Silvia para preguntarles si lo podrían cuidar hasta que creciese. Aceptaron. Pepe lo llamó "Abraxas". Empezaron a llevarlo a la terraza, con un hilo largo atado por una punta a su pata, y por la otra a una columna para que fuese aprendiendo a volar. Cuando vieron que lo había conseguido, lo dejaron libre. Pero ocurrió que Abraxas eligió quedarse con ellos: pasaba el día en el campo arbolado que rodeaba a la universidad, pero luego regresaba al departamento, al que entraba por un ventiluz de la terraza. Cuando Silvia lavaba los platos, se ponía en el piso atrás de ella, y le gorjeaba animadamente como si le diera charla. Dormía en un aplique de luz en la pared del living. Algo curioso es que a diario regresaba al departamento exactamente cuando Silvia volvía de su trabajo: ella abría la puerta y a los dos o tres minutos Abraxas estaba a su lado. Por fin, como ensuciaba bastante el piso, empezaron a dejarlo en el baño por las noches.
Silvia me dice: "-Por entonces éramos hippies y no teníamos lavarropas, de modo que yo lavaba las sábanas en la bañadera, en un remojo de agua jabonosa y lavandina. Un día entré al baño y lo vi metido en esa agua, y pensé: lo dejo tranquilo que se bañe, casi al punto de decirle: " -¡Perdone, señor, báñese nomás!" Al salir le conté a Pepe, pero él se alarmó y me dijo: -"¡¡¡No, Silvia!!! ¡¡¡Debe estar intoxicado con la lavandina!!!!" Corrió a rescatarlo, lo secaron, estaba bastante mal, y Pepe le inyectó un antihistamínico, lo puso al calor de una lámpara encendida toda una noche, y el grajo finalmente se recuperó. Desde ahí pasó a tener devoción por su salvador: lo seguía a todas partes en la casa, de su día en el exterior le traía de regalo objetos brillantes, gusanitos, etc.: era su modo de homenajearlo, agradecido. Cuando Pepe estaba durmiendo la siesta, Abraxas le picoteaba la nuca como si lo expulgara.
Así transcurría todo hasta que pasaron dos cosas: una, al recibirse, Pepe debió ir a hacer la conscripción a Ceuta (en Marruecos) por algo más de un año. La otra, volvió a la casa un gato suyo que estaba al cuidado de un amigo en común. Decidieron entonces llevar a Abraxas a la casa de un matrimonio amigo en Cercedilla, en las afueras de Madrid. En breve se adaptó a su nueva casa y a su nueva familia. La señora le había cambiado el nombre: lo llamaba Pepe (en honor a su otro dueño y salvador). Cuando regaba las plantas al atardecer lo llamaba: "-¡Peeepeee! ¡a bañarse!!!!", y él acudía a que lo rociara suavemente con la manguera.
Este matrimonio tenía unos amigos que frecuentaban la casa y vivían a un par de cuadras. Pepe empezó a visitarlos a ellos también. Una tarde, se le apareció a la dueña de esta casa con una novia: una hembra de grajo con la que se ve que había empezado la relación monógama que los caracteriza. La mujer estaba en la cocina preparando una cena importante para varias parejas amigas, y le hizo un gesto de "Andate, ahora no te puedo atender!!!". Y nunca más supieron de él. Tal vez venía no sólo a presentarles a su novia sino también a despedirse porque empezaba su vida de grajo que comenzaba a cumplir enteramente con su naturaleza. Tal vez lo ofendió que en tan trascendente momento esta señora lo desdeñara y se lo sacara de encima.
Como fuere, ésa fue la última vez que Abraxas-Pepe se hizo ver.
Todavía lo recuerdan con inmenso cariño.
6/ RAUL SANTANA
Claudio Perez
1 / EL TIEMPO DE LA PANDEMIA
Marta Vasallo
Ayer (27/02/2021) falleció el crítico de arte, curador y poeta Raúl Santana.
Había nacido en Buenos Aires en 1940 y desarrollado un extenso trabajo como crítico en las publicaciones Pluma y Pincel, Pájaro de Fuego, La Opinión, Clarín, Confirmado, Tiempo Argentino, Página12 y Arte al Día.
Fue director del Museo de Arte Moderno de Buenos Aires y del Palais de Glace. Fue asesor del Centro Cultural Recoleta.
Publicó trabajos monográficos sobre Marta Peluffo, Kenneth Kemble, Rómulo Macció y Carlos Gorriarena, entre otros, en Arte Argentino Contemporáneo. En 2006 publicó Huellas del Ojo, Mirada al Arte Argentino Contemporáneo, donde incluyó trabajos sobre Antonio Berni, Ricardo Carpani, Raúl Lozza, Luis Felipe Noé, entre algunos de los pintores que habían despertado su admiración.
Sobre nuestro Julio Paz (Gran Premio de Honor del Salón Nacional de Grabado. 1971) escribió en un trabajo aún inédito: “Ocurre que las circunstancias llevaron a Julio a ser un habitante de dos mundos: vivió gran parte de su vida en Italia, pero el imaginario latinoamericano siguió estando de manera contundente en cada una de sus obras como si jamás hubiera podido abandonar nuestra herencia visual y simbólica”.
En cualquier lugar en la gestión cultural siempre se ubicó del lado de un gusto que se trataba de transmitir a los demás.
Como poeta nos dejó Diario de Metáforas (Noé, Buenos Aires, 1971), Lengua Materna (Gaglione, 1981), Mácula (Nuevohacer, Buenos Aires, 1986)y la antología Gramática de la Fuga (Miguel Gómez, 2011).
Dueño de una lírica contenida, supo dialogar con lo cotidiano tanto como con sus lecturas inacabables de grandes poetas.
Lo recordamos de la única manera en que es posible recordarlo, entre figuras etéreas, colores y poemas:
Lengua materna
Boca desnuda y ávida
con obstinación despegas los labios
alimentas una garganta que hace flamear la lengua
como si esa imitación del viento
restara muerte.
Conversación de otoño
Mañana limpia bulliciosa,
mi hija conversa con un pájaro
acerca del aroma de una hoja de limón.
Raúl Santana
poesia
1 / MIGUEL ANGEL MORELLI
escrito en las paredes de la locura.
con destellos de mundo he construido esta sombra
reservándome un perfil de sustancia arbitraria.
con migajas de infinito, me he levantado en idea
para darle a la vigilia el albur del pensamiento.
después, sólo después, he sido resto,
el devenir de las cosas, un decir, otra mirada.
ahora, hundido en vértigos de terribles contornos,
vuelvo a ser esta sombra que dibujo y me acorrala.
Del libro “fragmentos de un cielo impenetrable”
2 / DANIEL FREIDENBERG
OCTUBRE
De un lado, la pampa,
ya casi negra, del otro árboles,
y atrás de los árboles el mar,
y después viene el río.
“¿Un río detrás del mar?” No:
si caminás siguiendo la costa, hay un punto
en que el mar ya no es mar, es el río
“¿Cómo sabés?”, me dice, y lo sabe,
ella sabe cómo lo sé,
lo dice para dejarme pensando.
Octubre (II)
Detrás de los árboles, por la
ventanilla, el mar.
Sé que está el mar,
y unos kilómetros más al norte, el río.
Pero ahora, acá, en la ventanilla, hay árboles.
Octubre (III)
Le gusta dejarme pensando, le gusta
sacarme de mí – por un instante:
pequeños triunfos, pequeñas derrotas,
como en las tientas del amor
donde no está cuando voy a buscarla,
ni estoy cuando la encuentro. Me gusta
decir lo que ya sabe – que voy a decir,
como quien prueba hasta dónde llegar
o entra a ser parte de una danza.
Como los cuerpos en el aire, las palabras
se van rondando, se tocan, se apartan, son
nada más, entre los ruidos
de este atardecer, palabras;
nuestras palabras: las vemos
hacerse y girar, nos gusta
quedarnos de pronto callados, mirarlas
posarse lentas en torno de todo.
Octubre (IV)
Ya negros árboles pasando y
más acá el vidrio de la ventanilla
y, en el vidrio, vos.
La luz del vagón, cruda, el traqueteo:
atardecer, en esta escena, con vos.
La noche lateral, detrás del vidrio, avanza
como agua de otro tiempo en este, hasta apretar
contra esta luz en que te miro, todo.
Contra esta luz en que te miro, todo avanza.
Con rumbo a casa, en la luz cruda del vagón, yo soy
el que tu rostro mira reflejado
contra oscuras masas.
Por una negra llanura sudamericana avanzamos,
nos dejamos llevar:
allá, atrás de los árboles, debe estar el río,
negro él también ahora, y su barro, todo de un solo color.
3 / NESTOR TELLECHEA
composición de lugar
el pan gira
el cuchillo lo corta
el planeta da vueltas
el tiempo es insensible
tengo hambre
las manitos
los ojos
la ternura saqueada
yo me escondía
en la sombra de mi abuelo
y el tren venía
el tiempo es insensible
como
pienso
vuelven a matar
a mis hermanos
en Malvinas
tengo hambre
me paso los dedos
por las comisuras
me limpio
quiero saciar
la voz de la memoria
y el pasado está de nuevo
tengo hambre
mastico
me saco las palabras
de los ojos
o algo así
pienso
corto
otro pedazo
de espera
escucho
el silencio siempre estuvo
el lenguaje lo corta
tenía hambre
cierro los ojos
trago
todo esto para qué
no sé
espero
apoyo el codo en la pierna cruzada
la cara en la mano
y trato de mirar
un poco más allá
de lo que sé que estoy haciendo
apretar apenas los dientes
para lo que viene
me callo
muerdo
sintetizo
soldado
qué está haciendo
carajo
comí
pienso
toda mi sombra
en la sombra
del abuelo
crece
todo crece
y se reduce
y el pan
hace ruido a hueco
y el cuchillo a rabia
miro
la mano que me tenía
era la defensa
contra el vértigo
espero
hola mamá
acá hace frío
pero estoy bien
ya comí
trago
abrí los dedos
y le dejé unas monedas
al paso
en la manito percudida
tenía hambre
el lenguaje lo corta
el tiempo es insensible
acá no se pasan más
las horas
mamá
el tren se vuelve a ir
cierro los ojos
escucho
pero cómo sabés
si vos no estuviste en la guerra
el lenguaje lo sabía
ya está
corté la espera
pensé
las cosas
solas
los miedos
solos
el tiempo ya estaba
muerdo
trago despacito
junto las migas
4 / FACUNDO MORELLI
Yo visito la vida
únicamente para ver
qué ha sido de mis amantes
y amores
y sí, primero digo "amantes",
después "amores",
porque de tetas si querés hablamos
en la cena,
y de lo otro nunca,
porque lo cierto es que si algo duele
en la vida
es visitar a los amores
un montón de mujeres felices,
una legión de niños que babean
y se cagan encima.
Yo visito la vida
más para verlas
caminando de la mano
de sus gordos maridos
que por jactancia
pero lo cierto es que siempre me jacto,
que siempre me río
acompañado o a solas
en la cena o en el almuerzo
aunque no me guste esto de tragar
siempre
el polvo de la derrota.